No me gusta que les hagan daño a los animales.

No me gusta que los maltraten.

Al contrario, soy de esas que siempre los ha querido. Del peluche a los dibujos animados, en los documentales y en los cuentos para niños, desde los más salvajes a los más familiares, tanto en mis sueños como de carne y hueso, los animales me han acompañado siempre.

Tantas veces he cruzado su mirada, he escuchado su voz, a veces he acariciado su cara, y cuando he tenido suerte, los he cogido en brazos. Los animales han formado parte de mi vida. Pensándolo bien, ¿no es así para la mayoría?

Como mucha gente, he visto imágenes de granjas o mataderos difundidas por las asociaciones animalistas. ¡Qué chocante! He visto a lo que los someten: he visto la violencia, he visto la desesperación, he visto la sangre.

Hoy, estas imágenes me remueven. Son mi mala conciencia.

Seguro que, como todo el mundo, yo he contribuido a estos horrores. No he hecho la conexión entre mi plato, mi armario, mis cosméticos, mis placeres de cada día y su calvario. Por supuesto, no es lo que yo quería, este sufrimiento. Pero no lo veía – o rechazaba verlo.

También he oído a la sociedad repetir sin parar que todo esto era normal, que siempre se ha hecho así, que es el orden natural de las cosas. Me han hablado de la tradición, de la depredación, de la cadena alimentaria, de nuestra inteligencia superior.

Pero qué peso tienen estos supuestos argumentos ante una pregunta tan simple: ¿es hoy necesario matar animales? ¿Hacer sufrir a los seres sensibles, cuando se puede evitar fácilmente?

Los animales tienen intereses fundamentales; necesidades tan elementales como el deseo de no ser asesinados, de no ser mutilados, de no ser privados de libertad o de la presencia de sus congéneres.

Sin embargo, se trata a los animales como si fueran simples objetos a nuestra disposición. Los tratamos como simple mercancía-que todo el mundo puede comprar y vender.

Estos derechos fundamentales, su bienestar, sus preferencias, los ignoramos.

No somos de la misma especie, pero eso no es de ninguna manera una razón para negar su importancia. Como nosotros, las vacas, los cerdos, los pollos, los pájaros y los peces se preocupan de los que les pasa. Ellos toman iniciativas, se preocupan de sus seres queridos, buscan el confort, les gusta jugar y asumir retos. A medida que va progresando la ciencia y cuando más la conocemos, se hace más evidente que tienen una personalidad propia y desarrollan relaciones sociales y afectivas. 

Como nosotros, sienten y desean.

Como nosotros, huyen del sufrimiento y de la muerte.

No obstante, cada año hay más de 60 mil millones de animales terrestres que son enviados al matadero. 

En los países occidentales, la gente consume de media de 50 a 100 kilos de carne por año, y los países emergentes ven en ello un modelo.

A nivel mundial, cada año, el consumo de carne va creciendo.

Es verdad que a veces los animales son confinados en condiciones menos espantosas. Pero, aún así, son asesinados.

Yo encontraba muy buenas razones para continuar comprando productos que salían de los mataderos. Me decía a mí misma: “Es carne ecológica” o “es tan buena” o aún “es demasiado complicado dejar de comer más”. 

Y después, me he dado cuenta que todo esto no tenía la fuerza suficiente ante su vida y su interés a no morir.

También me he dado cuenta de que la pesca, la producción de carne, de la leche y de los huevos estaban destruyendo nuestro planeta.

El consumo de estos productos acelera la caída de la biodiversidad, destruye la vida de la tierra, ensucia los ríos, seca las aguas subterráneas y precipita la deforestación. 

Destruye los hábitats de los animales salvajes.

La ganadería acapara el 70% de las tierras agrícolas y es una de las grandes responsables de los gases de efecto invernadero. ¿Y los peces, los grandes olvidados? Son ellos los que pagan el precio más alto. Matamos a miles de millones cada año y poco a poco los océanos van muriendo.

Comiendo a los animales estaba haciendo un mal indiscutible a los seres sensibles, que son mis contemporáneos, pero también a las generaciones futuras.

No quiero participar en la destrucción del mundo.

No quiero pensar en las generaciones futuras e imaginarme diciéndoles que he actuado con total conocimiento de causa a la destrucción de su planeta; que he participado porque no podía prescindir del queso, de la salchicha, del foie-gras, de los huevos o del salmón.

No quiero decirles que he participado en esta masacre organizada, porque no he sabido resistir a la fuerza de la costumbre, al canto de sirena del conformismo o a las seducciones del marketing. 

La buena noticia, es que pueden cambiar, nuestras costumbres. Nadie dice que sea fácil, pero nosotros no somos gente excepcional. Somos vuestro colega, vuestro vecino, vuestra amiga de siempre o vuestra hija mayor.

Si nosotras somos veganas, o estamos en el proceso de convertirnos, es probable que vosotras también podáis serlo.

Podéis probar, y volver a probar. Podéis hacer que vuestros actos se alineen con vuestros valores. Todos y todas podemos hacer más para querer y respetar a los animales.

Se puede acabar con la explotación animal. Se puede hacer porque no estamos solas.

Somos un movimiento. Somos una fuerza social y política que no para de crecer. Y aún seremos más cuando os unáis a nosotros.

No tenemos la misma cultura, el mismo color de piel, la misma religión. No vivimos en los mismos países, ni en los mismos barrios. Pero todos juntos, queremos justicia para todos: para los humanos y para los animales, para las personas de hoy y para las de mañana.

Confiamos en el futuro. Una revolución no violenta se está produciendo ahora mismo. Tenemos un deber ético, necesitamos un cambio urgente.